Regionalismo o cosmopolitismo, realidad o ficción, novela histórica o uso de la historia en la novela, y la lectura como una forma de la creación son algunos de los temas que repasaron el escritor argentino Ricardo Piglia y el mexicano Juan Villoro en un deslumbrante diálogo que tuvo lugar en la sala Alfonso Reyes de El Colegio de México, publicado en la revista Letras Libres y transcripto por Carolina Arenas. La charla se dio durante la visita de Piglia al país de Villoro, para la presentación del libro Entre ficción y reflexión: Juan José Saer y Ricardo Piglia, editado este año por El colegio de México.
El 18 de mayo último en la sala Alfonso Reyes de El Colegio de México, tuvo lugar el diálogo que se transcribe a continuación entre Ricardo Piglia y Juan Villoro . Esta conversación se dio durante la visita a México que hizo el escritor argentino para participar en la presentación del libro: Entre ficción y reflexión: Juan José Saer y Ricardo Piglia (El Colegio de México, 2007), editado por Rose Corral, investigadora del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios. El libro recoge los ensayos que se leyeron en el coloquio internacional organizado en noviembre de 2005 sobre la obra de ambos escritores. Después de la presentación del libro, a cargo de Enrique Flores y Anthony Stanton, se inició la conversación entre Ricardo Piglia y Juan Villoro.
Ricardo Piglia: Desde luego queremos aprovechar esta reunión para recordar a Saer. Cuando decimos recordar a Saer, queremos decir que sus textos son inolvidables y que van a durar lo que dure la lengua en la que fueron escritos, por lo tanto en ese sentido no tenemos una noción de ausencia aquí. Tenemos la noción de la ausencia en el sentido personal, que todos tenemos siempre con aquellos que admiramos. Antes de comenzar la conversación con Juan, que es un gusto para mí –hemos hablado ya varias veces y vamos a actuar como los payadores, vamos a dejar que las cosas sucedan–, recordaba, al leer el testimonio de Hugo Gola y el texto de Laurence Gueguen en Entre ficción y reflexión…, que la vez que conocí a Saer fue también en una conversación pública, en la legendaria Facultad de Filosofía y Letras –todas las facultades de Filosofía y Letras son legendarias…– de la calle Viamonte de Buenos Aires. Era legendaria porque estaba al lado de esa zona de Retiro donde estaban los perigundines y por lo tanto había una relación muy fluida entre la Facultad y todo ese mundo de la noche de Buenos Aires… los bares, porque la Facultad estaba en la calle Viamonte y luego está lo que se llama El Bajo. El motivo de esa reunión fue desde luego presentar un libro. Alguna vez habrá que escribir algo sobre esta idea de la presentación de libros, que creo es uno de los géneros más continuos de la historia de la literatura. Esa vez se trataba de presentar un libro de un escritor, que también todos hemos querido mucho y admirado, que es Daniel Moyano, un escritor argentino de La Rioja. Yo estaba ligado a una editorial que se llamaba 964, que había publicado uno de los primeros libros de Saer, Palo y hueso, que tiene algunos excelentes relatos o nouvelles; ahí está "El taximetrista" y un relato maravilloso que se llama "Por la vuelta" (964 era una pequeña editorial), y me parece que eso nos da un poco la pauta, y quizá nos ayude a pensar un poco en la literatura actualmente, lo que era la literatura y los modos de publicación y conocimiento entre los jóvenes escritores, algo que ha persistido más allá de las grandes maquinarias industriales. Lo primero que hizo hoy Juan, cuando me encontró, fue darme dos pequeñas ediciones de libros que él mismo tradujo. O sea que los escritores siempre estamos interesados en las pequeñas editoriales, en las editoriales que publican literatura, y cuando nos damos libros nos damos ese tipo de libros y estamos siempre interesados en ese tipo de circulación, porque eso es verdaderamente la literatura.
En esa reunión en que presentábamos el libro de Moyano, estábamos los editores, Saer, que era amigo de los editores que habían publicado su libro, y un editor que quiero recordar, que se llamaba Sergio Camarda, un italiano en la Argentina, que como todos los pequeños editores había hecho una especie de patriada al publicar esos textos. También estaba Augusto Roa Bastos, que era muy amigo nuestro y siempre impulsó muchísimo a los jóvenes; fue siempre muy amigo de Saer, que le dedica El limonero real.
Lo divertido de la situación era que en aquella época existía una polémica que yo creo que sigue existiendo: había un grupo de escritores del interior del país que aparecían como alternativa frente al monopolio de escritores de la ciudad capital, de Buenos Aires. Había surgido una generación de escritores muy importantes que vivían en el interior, que no tenían conexión con la ciudad de Buenos Aires, y uno de ellos era desde luego Daniel Moyano, otro era Saer, otro era un escritor que acaba de morir hace poco tiempo, Juan José Hernández, un gran poeta y un gran cuentista de Tucumán, y estaba también Héctor Tizón. Era como una banda de gente del interior que estaba todo el tiempo peleando, digamos, contra los "unitarios", contra la ciudad de Buenos Aires. Y lo paradójico de la escena es que yo terminé representando a Buenos Aires y todos sus inconvenientes contra Moyano, Saer, y Roa Bastos, que era como el Papa en esa reunión: no hacía falta que hablara, su sola presencia le daba garantía a todo lo que no tuviera que ver con Buenos Aires. Yo, que nací en Adrogué, un suburbio de Buenos Aires y en ese momento vivía en La Plata, no tenía nada que ver con Buenos Aires, pero inmediatamente empecé a defenderla y a defender su tradición literaria, la tradición "unitaria", en fin... Y así fue como nos hicimos amigos con Saer, porque desde luego la discusión fue intensísima. Efectivamente, era obvia la importancia que tenía esa literatura que se estaba escribiendo en un lugar lateral respecto a lo que podríamos llamar las circulaciones más visibles de la literatura. Siempre recuerdo esa primera conversación, porque se organizó sobre la base de una polémica durísima entre lo que podría significar esa tradición, que desde luego Saer encarnaba con ironía y con sarcasmo, y yo mismo, que aparecí como defensor de Buenos Aires. Y desde entonces seguí manteniendo esa posición, porque, ya que la había sostenido en público esa vez, empecé a pensar que tenía que imaginar Buenos Aires, o mejor, al Río de la Plata, como una zona autónoma, con su propia herencia literaria… Esa discusión encerraba una serie de problemas muy interesantes, algunos de los cuales se aludieron aquí: tradiciones regionales, literatura regional, cosmopolitismo, literatura nacional, literatura latinoamericana –porque estaba Roa–, o sea que ahí estaba como concentrada, y les estoy hablando del año 1964, una polémica y un tipo de debate sobre las tradiciones que se mantuvo después. Recuerdo que luego nos fuimos a los bares, y fuimos dejando con Saer a los demás en el camino y terminamos al alba, y desde ese momento empezó con él una conversación, una discusión que dura hasta hoy, diría yo.
Quería traer ese recuerdo, sencillamente, para tener presente nuevamente aquí a Saer, y poder entonces con Juan improvisar un poco. Creo que la conversación es un elemento central en la literatura, porque la literatura está muy ligada al tipo de conversaciones, a discusiones en los bares, a la circulación de relatos. Y, por fin, quiero decir que las amistades entre escritores son complejas ¿no? Solamente uno puede ser amigo de un escritor si le gusta lo que escribe.
Juan Villoro: Me da mucho gusto que haya iniciado Ricardo con la referencia a Saer, que me parece obligada. En lo que él empezaba a hablar, yo estaba revisando una hojita donde anoté algunas cosas que me interesaba mencionar, y la primera palabra es "Saer". El azar objetivo ha querido que algunas de las cosas que ha dicho ahora Ricardo tengan que ver con reflexiones que quería plantear.
La primera vez que vi a Saer, yo acababa de citarlo en una conferencia en Barcelona. Me parece muy interesante su distinción entre realidad y ficción. En El concepto de ficción comenta que no se trata de una diferencia equivalente a la de la verdad y la mentira, sino que la ficción es otra forma de lo real. La diferencia entre la ficción y un discurso que reclame el estatuto de lo real es que la ficción no tiene por qué ser verificable; se puede creer en ella si es verosímil, pero no tiene que comprobarse. Curiosamente, mientras yo decía esto, apareció en la puerta el propio autor de la frase, Juan José Saer, como para verificar esa cita, y luego se acercó a hablar conmigo. Establecimos una conversación que se retomó un par de veces después y, por desgracia, nunca fue tan larga como las que él sostuvo con Hugo Gola o Ricardo Piglia.
Me interesa en la obra de Saer el tema del regionalismo. Lo mencionabas tú, Ricardo: el tema del interior, que en sí mismo es una expresión casi metafísica. Buenos Aires está en una orilla, y todo lo demás es el "interior". Incluso en países como México, donde la capital está en el centro, hablamos de alguien que se va "tierra adentro". López Velarde escribe: "Tuve en tierra adentro una novia muy pobre/ ojos inusitados de sulfato de cobre". "Tierra adentro" es, por supuesto, la provincia, del mismo modo en que todo lo que no sea la capital es el "interior". La obra de Saer suele ubicarse en un lugar determinado, la famosa "zona", equivalente al condado de Yoknapatawpha, una zona rural. Sin embargo, me parece que su aproximación tiene un sesgo interesantísimo, que es el de asumir el campo como un espacio de la modernidad. Es lo opuesto al pintoresquismo, al regreso costumbrista, el vocabulario imaginativo no es el de un universo rústico. El hecho de que sea un territorio en cierta forma "vacío", sin una historia asentada, un descampado, implica un desafío intelectual, la oportunidad de establecer un contacto con un paisaje que es una especie de página en blanco.
Me atrae la especificidad moderna del entorno de Saer. No es un sitio aislado, es un sitio alejado, que no es lo mismo, y que depende de la noción de límite en un sentido geográfico, porque ahí está el ancho río, pero también en un sentido de lejanía moral: el límite de los acontecimientos. Creo que lo que logra para el espacio, también lo logra para el tiempo. Rara vez una novela de Saer es histórica en el sentido canónico; no trata de reproducir una época con minucia, sino que se sitúa en ella para indagarla y explorarla desde la mente contemporánea. El caso más emblemático es, por supuesto, el del El entenado, donde el testigo de los hechos viene de fuera. Esto es obvio en primera instancia porque se trata de un extranjero, pero también es alguien que viene de fuera en un sentido temporal, es nuestro delegado, el representante del lector contemporáneo que mira una realidad que no conoce, que lo excede. Poco a poco el testigo entiende la extraña antropología de la otredad de la tribu que decide salvarlo: lo omite como merienda posible –puesto que son antropófagos– y lo deja ahí para que cuente la historia en sus propios términos. La tribu no le pide que se aclimate para aprender cómo piensan ellos, sino que los narre (y en esa medida los salve) desde una lógica distinta, el mundo al que él pertenece. Esta perspectiva desfasada para tratar lo histórico me parece interesantísima. Y aquí quisiera entroncar con un tema tuyo, Ricardo, que es el trasunto histórico de una novela. No me refiero a los hechos reales como pretexto de una novela histórica, sino a la historia como problema, como desafío de la ficción, como acicate, como oposición o tensión ante la ficción. Evidentemente, el caso emblemático es Respiración artificial, donde haces una continua reflexión sobre cómo se puede escribir historia desde la ficción o cómo la ficción es, de alguna manera, una forma de historia que trabaja "con documentos del porvenir" –lo dice uno de tus personajes. Me gustaría que hablaras de este cruce: ¿cómo trabajar el tema de la historia sin hacer una novela histórica?, porque en la novela histórica hay cierta servidumbre al hecho histórico, la obligación de ponerse en circunstancia para evitar una poética ajena a esa historia, una invención que se le oponga.
Piglia: Es verdad. Desde luego que en el momento de escribir Respiración artificial yo no tenía para nada resuelta la cuestión del modo en que todo ese universo que podríamos llamar histórico iba a incorporarse luego. Más bien tenía un personaje del siglo xix que me interesaba y a partir de la idea de este personaje, traté de evitar esto que Juan señala bien, que es la novela histórica como una suerte de arqueología, como un intento inútil, a mi modo de ver, de reproducir un tipo de experiencia sin tener en cuenta la experiencia del presente. Me parece que es por ahí donde uno podría pensar que la novela histórica solamente puede funcionar cuando está conectada con algún tipo de relación que se genera en el presente.
Yo tengo una experiencia personal en ese sentido porque me formé como historiador. Como he contado muchas veces, y me parece que éste es un buen lugar para repetirlo, yo, que tenía intenciones de ver si podía escribir, pensé que era bueno no estudiar literatura –es una recomendación que no vamos a generalizar…–, entonces pensé que sería mejor que estudiara algo que pudiera estar ligado a lo que quería hacer, pero que no fuera específicamente los estudios de la literatura, sobre todo porque donde yo estudié, en La Plata, en aquellos años, había criterios demasiado ajenos a cualquier posibilidad de impulsar a alguien a desarrollar una obra de ficción. La experiencia de estar ligado a historiadores profesionales fue para mí muy aleccionadora en muchos sentidos. El que podríamos considerar el punto central en el Departamento de Historia en La Plata en aquel tiempo era un historiador muy importante, que se llamaba Enrique Barba, que conocía muy bien sobre todo tres años de historia argentina. Él había estudiado el modo en que Rosas había llegado al poder y se pasó la vida estudiando eso; sabía eso de una manera absolutamente extraordinaria. Era un personaje realmente fantástico, un maestro, un sabio, y era, en un sentido literal, el dueño del archivo histórico de la provincia de Buenos Aires, que es el gran archivo histórico en la Argentina, por lo menos es uno de los grandes archivos que hay en la Argentina. Digo esto, porque tenía las llaves del archivo. Entonces entrábamos con él en el archivo y nos llevaba a aprender a copiar documentos y a investigar. Ahí tuve la experiencia de lo que es el trabajo del historiador, de lo que es la construcción de un relato, la construcción de una situación histórica a partir de la inestabilidad de lo que se puede encontrar: el riesgo que supone ir a un archivo para ver si es posible encontrar aquello que uno imagina que puede estar ahí, y el modo en que los historiadores reconstruyen la situación histórica que están buscando a partir de elementos que han sido completamente secundarios, marginales en el sentido amplio de lo que sería la experiencia histórica: cartas, testimonios en juicios, listas de las provisiones que se reciben en las pulperías de tal sitio, etc. Todos esos elementos que parecen no formar parte de la historia en el sentido amplio. Ahí entendí el sentido narrativo que tenía la investigación para un historiador. Era una especie de extraño detective que no sabía cuál era el enigma, o tenía una idea no muy definida, y tenía que ir a buscar unas pruebas, unos datos, unos documentos y a partir de ahí construir.
Me parece que esa experiencia quedó para mí muy fija. Yo creo que uno siempre escribe a partir de experiencias personales –en algún lugar hay una experiencia personal–, de modo que en Respiración artificial puse a un historiador que tenía un archivo. Ése fue el modo de resolver la cuestión de ese personaje del siglo xix. Me interesó mucho la figura del historiador como tal, de aquel que investiga algún tipo de cuestión. Y al mismo tiempo uno podría también pensar que eso es lo que tienen en común los historiadores y los novelistas. No tanto lo que se ha puesto muy de moda al decir que "toda historia es ficción", yo no creo eso. Yo creo que la historia se puede verificar y que por lo tanto tiene un tipo de referente que se puede aclarar. Más bien me interesó esta idea de avanzar a ciegas para tratar de construir, a partir de ciertos rastros, un determinado tipo de universo. Y creo que también es un cierto sentido de la novela: hay siempre un archivo imaginario en el que uno entra tratando de construir una historia, que todavía no sabe muy bien cuál es, y espera poder encontrar ahí algunos elementos que le permitan luego avanzar en esa línea. Eso ha sido lo que ha resonado para mí.
De todas maneras yo diría que siempre hemos sido muy críticos con la tradición de la novela histórica. Salvo las excepciones que inmediatamente todos tendremos presente, ha sido también uno de los géneros que se ha convertido en un género de mercado. En la medida en que la política se aleja de la experiencia cotidiana y la velocidad del presente parece haber ganado todos los espacios, los acontecimientos tienen una velocidad cada vez mayor y parece necesario leer novelas históricas. Es como si la única manera de encontrar una historicidad no estuviera en el presente. Hoy escuché un diálogo –para hablar de los signos del presente y de los diálogos escuchados al azar–, mientras tomaba el desayuno en el hotel en donde estoy alojado, un diálogo de dos señores que estaban ahí cerca de mí. Uno le dice al otro: "¿Leíste el diario? Quiero leer el diario para ver cuántos muertos hubo hoy."
Villoro: El marcador del día.
Piglia: Sí, extraordinario. Me pareció que condensaba una serie de cosas que desde luego yo no sabía, pero que inmediatamente empecé a preguntar. Entonces me dijeron: "Cada tanto aparecen unos cuantos muertos." Eso me parece muy histórico: en una escena donde no hay nada, uno podría empezar a ampliar ese pequeño punto. Digo esto porque estaba pensando en lo que podríamos considerar la contraparte de la novela histórica, que sería la crónica. Y pienso eso por las crónicas de Juan, y por lo que Juan ha reflexionado sobre la cuestión de la crónica y la tradición de los que escriben, que son como historiadores del presente, que están atentos a cierto tipo de situaciones. Y quizá podríamos pensar algo sobre la crónica.
Villoro: Estaba recordando una frase de Respiración artificial que dice: "Ya no hay experiencia." Para mí ofrece un eco al famoso ensayo de Walter Benjamin, "El narrador", y tiene que ver con lo que acabas de mencionar. Por un lado estaría la novela histórica como una formación artificial de sentido de otra época y, por otro, un presente estandarizado, homogeneizado, en donde es muy difícil encontrar lo singular: nadie sale de cacería en la mañana para procurarse la comida, todos vamos a los mismos supermercados globalizados. En Respiración artificial y en buena parte de tu escritura aparece esa encrucijada: no se puede narrar sólo desde el pasado pero tampoco el presente es un horizonte que singularice la experiencia y adquiera inmediato sentido narrativo. Simplificando el argumento, podríamos decir que la experiencia que proviene del pasado (la historia) ha sido uniformada por los historiadores y la experiencia del presente ha sido estandarizada por la vida moderna. ¿Cómo encontrar lo irrepetible? Las líneas de fuerza que van de la historia a la ficción plantean este problema. Para que el presente establezca un vínculo nuevo "hacia atrás" tal vez hay que exasperarlo, hay que irritarlo, descomponerlo. Me parece que en el discurso que obtenemos en las noticias esto no ocurre porque justamente nos vamos al marcador, a los goles del día o, en el caso trágico de México, a la cosecha roja, los muertos del día de hoy, esa condensación.
Es posible que la crónica ofrezca una respuesta, pero no en la circulación habitual de los periódicos, que rara vez asimilan crónicas, sino más bien en el flujo lento de los libros. Curiosamente, creo que muchas de las crónicas interesantes que se están escribiendo ahora, especialmente en América latina, no tienen la urgencia del presente ni ocupan un espacio del presente, sino que en cierta forma posponen sus lectores. Van a dar a los libros y apuestan a ser el sentido común del futuro. La intervención de la crónica, en este sentido, tiene que ver más con el porvenir, con la mirada que leerá eso desde otra perspectiva. Por otro lado, me parece decisivo que la crónica hable de lo que ocurrió –el relato de los hechos–, pero también de lo que se dijo al respecto, la representación del suceso en la mente de los testigos y en la opinión pública. Me interesa mucho la crónica en dos velocidades: lo que ocurrió y lo que se dijo de eso; la crónica discutida, comentada.
Tampoco yo estudié literatura porque, en mis figuraciones de entonces, creía que mataría mi pasión por la escritura estudiando formalmente algo que era un vicio libre. Estudié sociología. Ahí tuve un profesor que nos decía de manera inolvidable: "¡Estudien muchachos o van a acabar de periodistas!" Le parecía el último escalón social. Lo recuerdo cada vez que escribo crónicas.
Piglia: Si seguimos con el tema, Enrique Barba, que después terminó de presidente de la Academia de Historia, me decía: "Pero usted ¿por qué no se deja de embromar con esos cuentitos que escribe?" Tenía razón, tal vez. Otra cuestión que interviene en los debates sobre los lugares de la literatura y las hipótesis sobre sus funciones es la tensión entre narración e información, algo que por supuesto Walter Benjamin ha pensado, y también Saer. Yo diría, la oposición frontal y tajante entre narración e información. La información agota el sentido, no supone que el sujeto se implica. Me parece que la escena de hoy en el bar del hotel se convierte en una narración si yo empiezo a saber quiénes son, pero ellos también están en una relación de distancia con los hechos, como diciendo: "Voy a mirar ahora en el diario cuántos son los muertos de hoy." La información, el crecimiento de la información, la sensación que tenemos todos de que nunca estamos del todo lo suficientemente informados. Siempre hay una información que falta; es una prueba de que la información no incorpora al sujeto en la experiencia, lo mantiene más bien a distancia, siempre hay algo que no se sabe. La idea de comprar el diario del día siguiente es como para ver si eso que no se sabe hoy se podrá saber mañana. Mientras que la narración nunca cierra el sentido pero habla de eso, aunque no lo diga explícitamente plantea la cuestión del sentido. Es el punto sobre el cual la narración organiza su propia especificidad. La relación entre experiencia y sentido es uno de los temas sobre los cuales la literatura tiene mucho que decir; me parece que, por ese lado, es donde la literatura, la poesía, la novela tienen su punto propio. Se plantean esa cuestión que muchas veces la sociedad se ha dejado de plantear, o que la sociedad dice haberse dejado de plantear, o que aquellos que hablan en nombre de la sociedad dicen que se ha dejado de plantear. Nunca estaremos muy seguros de eso: que no hay grandes relatos, que la verdad se ha retirado de la escena, que en realidad la significación y el sentido no son la cuestión, que vivimos en una red que nunca se cierra.
La literatura, sin embargo, persiste diciendo que es posible encontrar ese sentido. Para nosotros, los grandes momentos de la literatura tienen que ver con esos personajes que nunca abdican del intento de encontrar el sentido, se llamen Ahab o Don Quijote, Herzog o Erdosain; es decir, la idea de que hay algo en la ballena blanca, que no se trata sólo de la caza de ballenas. ¡Está lleno de informaciones, es una enciclopedia maravillosa Moby Dick! Y uno aprende todo sobre qué quiere decir esa industria extraordinaria de la caza de ballenas. Pero ahí la clave es la obsesión de Ahab, un tipo de idea fija que él tiene sobre cuál es el mal y cuál es el sentido de la experiencia.
Me parece que la literatura persistirá porque la vocación de sentido va a persistir, aunque aquellos que intentan domesticarnos, digamos así, sigan diciendo que el sentido es una cuestión que ya pasó y que ahora estamos en un mundo donde todo está dado.
Villoro: En ocasiones, esta vocación de sentido que mencionas se reclama incluso desde los propios hechos; hay circunstancias que no se pueden registrar exclusivamente como información y que requieren de la narración. Para mencionar algo de una gestualidad emblemática, canónica, casi como un gesto del teatro kabuki, pienso en el cabezazo de Zidane en el último Mundial. Un tipo que está arañando la gloria, que ha jugado perfectamente todo el Mundial cuando ya nadie lo esperaba, que ha prometido jubilarse y está en el último partido –al que le quedan diez minutos–, donde ha jugado maravillosamente. Ese jugador llamado a la gloria de repente pierde la cabeza en el más literal de los sentidos, y se va contra el adversario. Narrada desde la información, la escena difícilmente se comprende, se convierte en el simple fracaso de alguien que podría haber roto otro récord. Pero estamos ante una historia abierta, que exige ser explorada desde la narración. Algo que pide repetición y variaciones, ser contado una, dos, cinco veces, de manera distinta, tratando de llegar a su sentido posible.
Piglia: Claro, por las distintas versiones…
Villoro: Sí, las distintas versiones provocan un Rashomón absoluto. Algunos dicen que Materazzi insultó a la madre de Zidane y se acuerdan de la tradición argelina y Camus, que prefería traicionar a su patria que a su madre. Valdano dice que Zidane vio a los ojos al italiano, y en los ojos está la muerte del futbolista; puede controlar las injurias pero no la mirada del otro. En fin, hay interpretaciones de todo tipo, búsquedas de sentido. Estoy totalmente de acuerdo en que hay una necesidad de crear sentido más allá de la información puntual, y esto en ocasiones parece una exigencia de los hechos mismos. El mundo donde pasan las cosas parecería postularse como un mundo de clausura, donde los sucesos tienen un principio y un fin (están "acabados"); sin embargo, hay cosas que sólo adquieren sentido cuando se narran.
Piglia: Entonces, Juan, en la misma dirección de la cita de Saer que traías (la ficción como forma de lo real), me parece que la literatura pone en suspenso ese problema, no es que lo resuelva. Yo diría que la literatura hacer jugar la relación entre verdad y falsedad, tematiza esa situación, tematiza aquello que la sociedad da por sentado: cuál es la distinción entre lo verdadero y lo falso, y la literatura trabaja sobre la incertidumbre de esa relación. Esto no quiere decir que todo sea ficción o que uno no sepa en qué lugar de la sociedad puede uno encontrar los aspectos que considera que son la verdad, por los cuales vale la pena luchar, discutir, etc. Pero la literatura pareciera que persiste en esta idea de problematizar, de poner a discusión aquello que la sociedad no está discutiendo. Entonces aparece un tipo de experiencia que, por otro lado, no es solamente la experiencia de la literatura, porque yo creo que los diálogos, y los diálogos entre escritores –pero no sólo los diálogos entre escritores, los encuentros con los amigos–, son también preguntas sobre el sentido, preguntas sobre las incertidumbres de la experiencia, y por lo tanto uno puede encontrar ahí ese tipo de universo; me parece que este universo es el contexto de la literatura. La literatura no hace sino escuchar ese tipo de versiones y de tensiones, diría yo.
Los anuncios sobre los fines son en verdad anuncios sobre los sistemas de circulación de los textos. Sobre la circulación de los textos sí debemos estar preocupados, pero no sobre los sistemas de producción de los textos: seguimos escribiendo igual que como se escribía hace muchísimo tiempo, necesitamos un lápiz y un papel para ponernos a escribir. Se acostumbra poner en cuestión la experiencia de la literatura a partir del conflicto que se ha generado en la circulación de la literatura, en la distribución de la literatura, en todo lo que hace a ese universo –y por supuesto los escritores estamos preocupados e intervenimos ahí–, pero no consideramos que eso permita definir la literatura. La literatura no puede definirse por su modo de circulación. Me parece muy interesante, no lo había pensado, que en la gran tradición de la crónica –para hablar de una intervención literaria que está muy conectada con lo que está sucediendo–, las crónicas de Roberto Arlt publicadas en México, que Rose Corral ha rescatado, las crónicas de Monsiváis, las de Juan, las de Pedro Lemebel, de María Moreno, una escritora argentina que está haciendo unas cosas maravillosas, todos tienen mucha dificultad para incorporar eso en las estructuras que los periódicos se dan para divulgar o hacer circular la información. Hay una preocupación legítima por los modos en que está circulando la literatura, pero estamos menos preocupados por el modo en que persiste la literatura.
Villoro: Esto nos lleva de manera natural a la lectura. La escritura es una exploración que no agota el sentido y, como dices, suspende el problema, le encuentra nuevos detonantes, lo expande. El otro componente del consumo de literatura es la lectura. En El último lector postulas posibilidades extremas de lectores absolutos, lectores terminales; a veces en un sentido literal, como el caso del Che Guevara, un hombre que va a morir leyendo y cuyos últimos gestos son gestos de lectura, o Don Quijote, que es el último lector de una tradición, el lector que clausura las novelas de caballería. De alguna manera, la literatura ha reclamado siempre la complicidad de este tipo de lectores, lectores que hacen mejores los libros, que sobreinterpretan en favor de los textos. Toda la escritura borgesiana, con sus falsas atribuciones y sus estrategias para traducir de manera deliberadamente falaz, representa una apropiación practicada por un lector extremo. Me parece que ahí está el ejercicio perdurable de la literatura que mencionabas. Al mismo tiempo, este tipo de lectura se opone a la circulación dominante. Sorprende la creciente proporción de libros destinados a las personas que normalmente no leen. En todas las épocas han existido libros para quienes sólo leen por excepción, casualidad, morbo o urgencia extrema; sin embargo, ahora la tendencia dominante consiste en hacer circular libros que deben cautivar a quienes normalmente no leen porque, naturalmente, son la mayoría. Es una situación enloquecida, como si los fabricantes de vino embotellaran para la gente que normalmente no bebe, o empezaran a hacer vino con sabor a chocolate o con sabor a té de hierbas, para que ésos tomaran vino. Este tipo de circulación es un fenómeno de los últimos tiempos al que tampoco somos ajenos como testigos.
Piglia: No, desde luego. Cada uno tiene su manera de afrontar la situación. Pero me parece que importa incorporar la cuestión del lector, porque lo que estamos diciendo aquí es que nosotros no confundimos lectores con clientes. No confundimos una cosa con otra. Y este plural, que es muy singular como se sabe, al mismo tiempo incluye a los escritores con los que habitualmente converso. Me parece que nosotros siempre hemos tratado de escribir para lectores interesados en la literatura, y lo que hemos logrado es descubrir hasta dónde esos lectores son mucho más amplios de lo que cualquiera de nosotros podríamos imaginar. Yo creo que ésa es una de las muy buenas lecciones de Borges. Borges siempre hablaba como si su interlocutor supiera más que él. Nunca tuvo una actitud paternalista, de tratar de ser pedagógico, ni en sus textos ni en sus relaciones personales. Siempre pensó en un lector más inteligente y más culto, y trabajó con ese estándar, y me parece que ésa es una de las tradiciones que nosotros hemos tratado siempre de reivindicar frente a una tradición más paternalista, que tiende a pensar que hay que bajar el nivel, como se dice. En este sentido me llamó la atención algo que leí en una entrevista que te hicieron en una pequeña revista (y que me dieron los estudiantes aquí, ayer), donde dices que leíste una novela, que yo también admiré mucho en su momento, De perfil, de José Agustín, y entonces pensaste que podrías escribir. Las escenas de lectura donde aparecen escritores leyendo son interesantes. Hay algunas que a mí me han marcado mucho. Por ejemplo, Borges leyendo por primera vez La divina comedia, en una pequeña edición bilingüe, en un tranvía en el que recorría toda la ciudad para llegar a la biblioteca en donde trabajaba. La imagen de ese hombre miope, inclinado sobre el libro, en un tranvía que cruza la ciudad, la experiencia de la primera lectura de La divina comedia, y el efecto que ese libro le produjo, están al mismo tiempo en el momento y en la escena misma de lo que está sucediendo en ese tranvía. Los tranvías eran lugares comodísimos para leer porque tenían una marcha tranquila, con grandes ventanales, con buena luz.
En ese sentido, partiendo de los escritores, he pensado que hay –para jugar un poco al modelo de las clasificaciones– dos modos básicos de lector: a uno yo lo llamaría el lector Kafka, que se encierra, se aísla, trata que nadie lo interrumpa. Sabemos las metáforas de Kafka: "Me gustaría estar en una catacumba, en un sótano y que me dejaran la comida en la puerta para que yo pudiera caminar un poco y que después nadie me molestara." Esa idea de "estoy ahí leyendo un libro aislado en la noche" es un modelo extraordinario donde la interrupción es el problema, la interrupción en el momento de la lectura. El otro es Joyce, que es lo que yo llamaría la lectura dispersa, el que está por la ciudad, un poco el modelo de Bloom, que anda por las librerías de viejo buscando las novelas eróticas para Molly y al mismo tiempo se encuentra con otros libros. Es decir, por un lado estaría la idea del lector que se concentra de una manera absoluta en un texto, y por otro lado estaría esta idea de la percepción distraída, "leo mientras escucho la radio y atiendo el teléfono, leo mientras contesto los mails, leo con el televisor encendido al fondo". Yo me acuerdo siempre de situaciones en las cuales la lectura está acompañada por el ruido de la ciudad, donde la lectura no está aislada, está cortada, es intermitente, avanza a saltos, con un ritmo que se parece al de la marcha por las calles de la ciudad.
Y en esta serie de imágenes de escritores que aparecen leyendo, si me permiten, voy a recordar la primera escena de lectura de mi propia vida. Que no es mi primer recuerdo, porque mi abuelo paterno muere cuando yo tengo tres años, casi cuatro, y yo tengo un recuerdo de mi abuelo, por lo tanto ése ha sido seguramente mi primer recuerdo. Pero luego hay otro recuerdo en que veo a mi padre leer. Tengo la imagen de mi padre en un sillón leyendo un libro. Entonces yo debo de tener pongamos cuatro años. Tomo un libro de la biblioteca de mi padre, un libro de tapas azules, me acuerdo. Nosotros vivíamos en Adrogué, cerca de la estación, en una calle muy tranquila, pero era una calle que, cada vez que llegaba el tren del centro de la ciudad –cada media hora, digamos–, pasaban los pasajeros que bajaban del tren delante de la puerta de casa. Entonces me senté con el libro en el umbral para que me vieran leer. Tengo la imagen de una sombra, de uno de estos pasajeros que pasaban frente a casa o de un vecino quizá, que me dice que tengo el libro al revés. Podría decir "ahí está todo", siempre he leído los libros al revés, siempre se ha aparecido alguien que me ha dicho "ese libro está al revés", y siempre he tratado de escribir ese libro azul. Y un día le dije a mi padre, mucho después, "¿cuál sería ese libro?" Esperaba que me dijera: "alguna novela de Stendhal", pero me dijo, claro, irónicamente: "Sería el libro azul del peronismo."
Villoro: Pero leído al revés podría ser Respiración artificial.
Piglia: Ojalá hubiera sido Borges el que pasó por ahí, por Adrogué, que estaba de vacaciones allí ese verano y no pudo soportar ver a alguien leyendo un libro al revés.
Villoro: Me gusta mucho la idea de entender la lectura como un traslado. En la tipología que mencionabas, Kafka es no sólo un sedentario sino un recluso, y Joyce es el disperso, el movedizo. Sin embargo, es muy interesante que incluso para los lectores dispersos la lectura los lleve a desentenderse del entorno y el paisaje, que los haga desplazarse. Ésta sería la actitud obvia del lector carcelario, pero también del lector en tránsito. Siguiendo con la imagen del tranvía, me gusta la gente que pierde la parada por ir leyendo: esa gente está literalmente en otra parte, no sigue la ruta del tranvía sino del texto. Aquí en México vivió exiliado el escritor catalán Pere Calders, un gran cuentista, poco frecuentado entre nosotros pero extraordinario, seguramente el mejor cuentista de la lengua catalana. Era timidísimo y leía en el tranvía, pero sólo se bajaba en la parada si alguien más lo hacía; le parecía una descortesía que el tranvía se detuviera sólo por él. Como era tan tímido, seguía leyendo hasta que alguien más hiciera la parada, y así se volvió culto.
Has dicho que toda novela trata de alguien que busca algo: los personajes son investigadores. Y has extendido la imagen diciendo que la modernidad produjo un tipo de intelectual popular: el detective, que busca las huellas dispersas en la ciudad, el sentido oculto, la evidencia.
Me gustaría extender esto a la tensión que estableces en El último lector entre la acción y la lectura. La política es la acción; la lectura, la especulación, la evocación. Esta oposición está en el famoso discurso de las armas y las letras del Quijote, entre el soldado –el "mílite guerrero", como dice Cervantes– y el escritor. Aunque Cervantes valora más los riesgos evidentes del soldado, también el escritor asume riesgos, aunque sean los de un investigador conjetural.
En parte inspirado en tu idea del detective como un intelectual popular, Roberto Bolaño construye la idea de los detectives salvajes, que investigan poéticamente la realidad y quieren llegar a una zona que está más allá de la literatura: la vida como vanguardia. Su exploración consiste en convertir el arte en forma de vida. Muchos de los poetas de Bolaño no tienen obra ni necesitan tenerla, lo que quieren es vivir poéticamente. Ésta sería una interpretación lírica de tu idea del detective. ¿Tú cómo lo ves?
Piglia: Bueno me interesa mucho el modo en que Bolaño trabaja la figura del lector. Siempre hay una intriga alrededor de algún texto cuyo sentido no se termina de captar o de comprender, y me parece que también ahí podríamos nosotros pensar en una tradición. Esa tensión entre "las armas y las letras" o "cómo salir de la biblioteca" aparece siempre como una especie de problemática, como si la biblioteca estuviera aislada de la vida, como si la experiencia de la lectura o la experiencia de la escritura no fueran tan intensas como cualquier otra de las experiencias que uno puede llegar a tener. Me parece que esa idea de dejar los libros para pasar a la vida, algo que uno puede encontrar como un gran tema, y con grandes acontecimientos en la experiencia también, muchas veces, en el caso de la tradición de América latina, ha tenido como característica que el modo de salir del mundo cerrado de la biblioteca y pasar a la vida ha sido pasar a la política. Es como si la noción de aquello que tendría que ser la experiencia se hubiera condensado en la política y muchas veces en la política revolucionaria, en la acción, en la violencia, en fin. Como si hubiera habido un matiz propio aquí de esta problemática de "salgo de los libros para ir a la experiencia" y la experiencia hubiera quedado sencillamente cristalizada en la idea de la acción política.
Ésa es una cuestión que nosotros hemos tratado de discutir. Saer ha tenido posiciones muy firmes con respecto a esto, respecto a qué quiere decir la acción: ¿la acción quiere decir sencillamente tomar las armas? ¿Ésa es la acción? ¿Hasta ahí debemos reducir la noción de acción o debemos empezar a pensar en matices, en problemáticas distintas. La tensión entre lo que se supone que es un mundo cerrado, el mundo cuya metáfora sería la biblioteca, y el mundo de la vida, es algo que acompaña a la literatura con mucha persistencia. Quizá la beat generation podría ser uno de los casos, uno de los últimos que yo he visto, en el sentido de la realización de ese tipo de problemática: salir al camino, la experiencia de Kerouac, la experiencia de Allen Ginsberg; salir, digamos, on the road. Me parece que hay a veces una división demasiado tajante entre cuestiones muy fluidas, a las que aludíamos recién diciendo: "uno lee en el medio de la vida y la vida interrumpe lo que lee y lo que uno lee interrumpe su propia vida", irrumpe ahí. Creo que ése sería el punto a partir del cual podríamos seguir una futura conversación.
Villoro: Sí. Ahora, una de las paradojas de la acción es que algunas grandes figuras que fracasan en el mundo de los hechos tienen una posteridad posible en la mitología; su triunfo como estampa o relato dura más que sus lances reales. Dos de los máximos productores de mitos populares (mitos que se pueden estampar en camisetas) son Argentina y México. Pocos países tienen tantos protagonistas históricos que pueden aparecer en una camiseta: el Che, Maradona, Gardel, Evita, Perón, en la alineación argentina, o Villa, Zapata, Marcos, Frida Kahlo, probablemente la Virgen de Guadalupe, si aceptamos una chica celestial, en la mexicana. Digámoslo así: la perdurabilidad de muchas figuras que jugaron sus cartas en el mundo de los hechos depende del territorio del relato, la fabulación, el mito, la utopía que decora una camiseta.
La experiencia que tratamos de construir, la literatura –esa "forma privada de la utopía", como la has llamado–, trabaja con elementos que no siempre pertenecen al mundo de los hechos pero que contribuyen a crear su posteridad.
Piglia: Está muy bien. Yo creo que, con lo que acaba de decir Juan, podemos cerrar esta parte de la conversación.
adncultura/La Nación/15-09-07
martes, 18 de septiembre de 2007
La crónica, una mirada extrema
El relato de hechos reales es un género periodístico cada vez más leído en el país. Martín Caparrós analiza este temaen el prólogo, que reproducimos, de La Argentina crónica (Planeta), de reciente aparición. Además, ofrecemos un fragmento de uno delos catorce trabajos reunidos en el libro y una columna del compilador, Maximiliano Tomas
Leo crónicas. No voy a hacer la gran Borges y pretender que leer es mejor que escribir: si Borges hubiera hecho lo que decía, decir Borges no significaría gran cosa. Me gusta escribir crónicas -salir al mundo para buscar las formas de escribirlo- más que casi nada. Pero también me gusta leerlas: ahora leo las crónicas del seleccionado sub-quién-sabe-cuántos y me pregunto cosas. A veces, incluso, me contesto.
Lo tengo dicho: a menudo me pregunto por qué los editores de diarios y periódicos latinoamericanos se empeñan en despreciar a sus lectores. O, mejor, en tratar de deshacerlos: en su desesperación por pelearles espacio a la radio y a la televisión, los editores latinoamericanos suelen pensar medios gráficos para una rara especie que ellos se inventaron: el lector que no lee. Es un problema: un lector se define por leer -y un lector que no lee es un ente confuso. Sin embargo nuestros bravos editores no tremulan ante la aparente contradicción: siguen adelante con sus páginas llenas de fotos, recuadros, infografías, dibujitos. Los carcome el miedo a la palabra escrita -y creen que es mejor pelear contra la tele con las armas de la tele, en lugar de usar las únicas armas que un texto no comparte: la escritura. Por eso, en general, les va como les va; por eso, en general, a nosotros también.
Una primera definición: la crónica es eso que nuestros periódicos hacen cada vez menos.
Es un problema grave que en la Argentina se hace agudo. En la Argentina -que supo ser un espacio central para la crónica- no hay espacio para publicar crónicas, salvo un par de honrosas excepciones. Que casi siempre son libros, no periódicos. (De las catorce crónicas de esta antología, cuatro fueron publicadas en revistas extranjeras, tres en revistas ya cerradas, cuatro en revistas pervivientes y tres en Página/12 pero hace tiempo. Ni una sola en los grandes diarios argentinos.)
Me gusta la palabra crónica. Me gusta, para empezar, que en la palabra crónica aceche cronos, el tiempo. Siempre que alguien escribe escribe sobre el tiempo, pero la crónica -muy en particular- es un intento siempre fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive. Su fracaso es una garantía: permite intentarlo una y otra vez -y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez.
La crónica tuvo su momento -y ese momento fue hace mucho. América se hizo por sus crónicas: América se llenó de nombres y de conceptos y de ideas a partir de esas crónicas -de Indias-, de los relatos que sus primeros viajeros más o menos letrados hicieron sobre ella. Aquellas crónicas eran un intento heroico de adaptación de lo que no se sabía a lo que sí: un cronista de Indias -un conquistador- ve una fruta que no había visto nunca y dice que es como las manzanas de Castilla, solo que es ovalada y su piel es peluda y su carne violeta. Nada, por supuesto, que se parezca a una manzana, pero ningún relato de lo desconocido funciona si no parte de lo que ya conoce.
Así escribieron América los primeros: narraciones que partían de lo que esperaban encontrar y chocaban con lo que se encontraban. Lo mismo que nos sucede cada vez que vamos a un lugar, a una historia, a tratar de contarlos. Ese choque, esa extrañeza, sigue siendo la base de una crónica.
La crónica es un género bien sudaca y es -quizá por eso- un anacronismo. La crónica era el modo de contar de una época en que no había otras. Durante muchos siglos el mundo se miró -si se miraba- en las palabras. A finales del siglo XIX, cuando la foto se hizo más pórtatil, empezaron a aparecer esas revistas ilustradas donde las crónicas ocupaban cada vez menos espacio y las fotos más: la tentación de mostrar los lugares que antes escribían. Después vino el cine, apareció la tele. Y muchos supusieron que la escritura era el modo más pobre de contar el mundo: el que ofrece menos sensación de inmediatez, de verosimilitud. La palabra no muestra: construye, evoca, reflexiona, sugiere. Esa es su ventaja.
La crónica es el género de no ficción donde la escritura pesa más. La crónica aprovecha la potencia del texto, la capacidad de hacer aquello que ninguna infografía, ningún cable podrían: armar un clima, crear un personaje, pensar una cuestión.
La crónica es una mezcla, en proporciones tornadizas, de mirada y escritura. Mirar es central para el cronista -mirar en el sentido fuerte. Mirar y ver se han confundido, ya pocos saben cuál es cuál. Pero entre ver y mirar hay una diferencia radical.
Ver, en su primera acepción de la Academia, es "percibir por los ojos los objetos mediante la acción de la luz"; mirar es "dirigir la vista a un objeto". Mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor -y de aprender. Para el cronista mirar con toda la fuerza posible es decisivo. Es decisivo adoptar la actitud del cazador.
Hubo tiempos en que los hombres sabían que solo si mantenían una atención extrema iban a estar prontos en el momento en que saltara la liebre -y que solo si la cazaban comerían esa tarde. Por suerte ya no es necesario ese estado de alerta permanente, pero el cronista sabe que todo lo que se le cruza puede ser materia de su historia y, por lo tanto, tiene que estar atento todo el tiempo, cazador cavernario. Es un placer retomar, de vez en cuando, ciertos atavismos: ponerse primitivo.
Digo: mirar donde parece que no pasara nada, aprender a mirar de nuevo lo que ya conocemos. Buscar, buscar, buscar. Uno de los mayores atractivos de componer una crónica es esa obligación de la mirada extrema.
Para contar las historias que nos enseñaron a no considerar noticia.
Existe la superstición de que no hay nada que ver en aquello que uno ve todo el tiempo. Periodistas y lectores la comparten: la "información" busca lo extraordinario; la crónica, muchas veces, el interés de la cotidianidad. Digo: la maravilla en la banalidad.
El cronista mira, piensa, conecta para encontrar -en lo común- lo que merece ser contado. Y trata de descubrir a su vez en ese hecho lo común: lo que puede sintetizar el mundo. La pequeña historia que puede contar tantas. La gota que es el prisma de otras tantas.
La magia de una buena crónica consiste en conseguir que un lector se interese en una cuestión que, en principio, no le interesa en lo más mínimo.
Porque la crónica, en principio, también sirve para descentrar el foco periodístico. El periodismo de actualidad mira al poder. El que no es rico o famoso o rico y famoso o tetona o futbolista tiene, para salir en los papeles, la única opción de la catástrofe: distintas formas de la muerte. Sin desastre, la mayoría de la población no puede -no debe- ser noticia.
La información -tal como existe- consiste en decirle a muchísima gente qué le pasa a muy poca: la que tiene poder. Decirle, entonces, a muchísima gente que lo que debe importarle es lo que les pasa a esos. La información postula -impone- una idea del mundo: un modelo de mundo en el que importan esos pocos. Una política del mundo.
La crónica se rebela contra eso -cuando intenta mostrar, en sus historias, la vida de todos, de cualquiera: lo que les pasa a los que también podrían ser sus lectores. La crónica es una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir al mundo también puede ser otro. La crónica es política.
La información no soporta la duda. La información afirma. En eso el discurso informativo se hermana con el discurso de los políticos: los dos aseguran todo el tiempom, tienen que asegurar para existir. La crónica -el cronista- se permiten la duda.
La ineludible subjetividad
La crónica, además, es el periodismo que sí dice yo. Que dice existo, estoy, yo no te engaño.
El lenguaje periodístico habitual está anclado en la simulación de esa famosa "objetividad" que algunos, ahora, para ser menos brutos, empiezan a llamar neutralidad. La prosa informativa -despojada, distante, impersonal- es un intento de eliminar cualquier presencia de la prosa, de crear la ilusión de una mirada sin intermediación: una forma de simular que aquí no hay nadie que te cuenta, que "esta es la realidad".
El truco ha sido equiparar objetividad con honestidad y subjetividad con manejo, con trampa. Pero la subjetividad es ineludible, siempre está.
Es casi obvio: todo texto -aunque no lo muestre- está en primera persona. Todo texto, digo, está escrito por alguien, es necesariamente una versión subjetiva de un objeto narrado: un enredo, una conversación, un drama. No por elección, por fatalidad: es imposible que un sujeto dé cuenta de una situación sin que su subjetividad juegue en ese relato, sin que elija qué importa o no contar, sin que decida con qué medios contarlo.
Pero eso no se dice: la prosa informativa se pretende neutral y despersonalizada, para que los lectores sigan creyendo que lo que tienen enfrente es "la pura realidad" -sin intermediaciones. Llevamos siglos creyendo que existen relatos automáticos producidos por esa máquina fantástica que se llama prensa; convencidos de que la que nos cuenta las historias es esa máquina-periódico, una entidad colectiva y verdadera.
Los diarios impusieron esa escritura "transparente" para que no se viera la escritura: para que no se viera su subjetividad y sus subjetividades en esa escritura: para disimular que detrás de la máquina hay decisiones y personas. La máquina necesita convencer a sus lectores de que lo que cuenta es la verdad y no una de las infinitas miradas posibles. Reponer una escritura entre lo relatado y el lector es -en ese contexto- casi una obligación moral: la forma de decir aquí hay, señoras y señores, señoras y señores: sujetos que te cuentan, una mirada y una mente y una mano.
Nos convencieron de que la primera persona es un modo de aminorar lo que se escribe, de quitarle autoridad. Y es lo contrario: frente al truco de la prosa informativa -que pretende que no hay nadie contando, que lo que cuenta es "la verdad"-, la primera persona se hace cargo, dice: esto es lo que yo vi, yo supe, yo pensé -y hay muchas otras posibilidades, por supuesto.
Digo: si hay una justificación teórica -y hasta moral- para el hecho de usar todos los recursos que la narrativa ofrece, sería esa: que con esos recursos se pone en evidencia que no hay máquina, que siempre hay un sujeto que mira y que cuenta.
Por supuesto: la diferencia extrema entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona. La primera persona de una crónica no tiene siquiera que ser gramatical: es, sobre todo, la situación de una mirada. Mirar, en cualquier caso, es decir yo y es todo lo contrario de esos pastiches que empiezan "cuando yo": cuando el cronista empieza a hablar más de sí que del mundo, deja de ser cronista.
Hay otra diferencia fuerte entre la prosa informativa y la prosa crónica: una sintetiza lo que -se supone- sucedió; la otra lo pone en escena. Lo sitúa, lo ambienta, lo piensa, lo narra con detalles: contra la delgadez de la prosa fotocopia, el espesor de un buen relato. No decirle al lector esto es así; mostrarlo. Permitirle al lector que reaccione, no explicarle cómo debería reaccionar. El informador puede decir "la escena era conmovedora", el cronista trata de construir esa escena -y conmover.
Eso necesita, entre otras cosas, más espacio. Y hay pocos medios que lo ofrezcan: más que nada, por ese miedo a los lectores alectores.
Yo lo llamo crónica; algunos lo llaman "nuevo periodismo". Es la forma más reciente de llamarlo, pero se anquilosó. El nuevo periodismo ya está viejo.
Aquello que llamamos "nuevo periodismo" se conformó hace medio siglo, cuando algunos señores -y muy pocas señoras todavía- decidieron usar recursos de otros géneros literarios para contar la no-ficción. Con ese procedimiento armaron una forma de decir, de escribir -que cristalizó en un género.
Ahora casi todos los cronistas escriben como esos tipos de hace cincuenta años. Dejamos de usar el mecanismo, aquella búsqueda, para conformarnos con sus resultados de entonces. Pero lo bueno era el procedimiento, y es lo que vale la pena recobrar: buscar qué más formas podemos saquear aquí, copiar allí, falsificar allá, para seguir armando nuevas maneras de contar el mundo. Ese, creo, es el próximo paso.
(Esto escribí hace meses; esto dije, poco más o menos, en Cartagena de Indias hace unas semanas, cuando me invitaron a un congreso muy empingorotado para contar por qué estoy por la crónica. Y ahora leo las historias de Alarcón, Bilbao, Brienza, Cicco, Gorodischer, Guerriero, Licitra, Plotkin, Reymúndez, Riera, Sánchez, Schmidt, Seselovsky y Sivak: leo travas y jinetes, la Difunta y la asesina de su padre, el político pelado y el skin casi político, esa señora pistolera, menores y mayores en la cárcel, formas de la memoria, una campeona de empanadas, reidores, bastantes extranjeros, una docena larga de miradas. Leo, releo, disfruto, me cabreo, me sorprendo, me alegro y pienso, una vez más, en el próximo paso -que viene a ser el suyo.)
Prólogo de La Argentina crónica. Historias reales de un país al límite (Planeta)
Martín Caparrós
adncultura/La Nación/15-09-07
Leo crónicas. No voy a hacer la gran Borges y pretender que leer es mejor que escribir: si Borges hubiera hecho lo que decía, decir Borges no significaría gran cosa. Me gusta escribir crónicas -salir al mundo para buscar las formas de escribirlo- más que casi nada. Pero también me gusta leerlas: ahora leo las crónicas del seleccionado sub-quién-sabe-cuántos y me pregunto cosas. A veces, incluso, me contesto.
Lo tengo dicho: a menudo me pregunto por qué los editores de diarios y periódicos latinoamericanos se empeñan en despreciar a sus lectores. O, mejor, en tratar de deshacerlos: en su desesperación por pelearles espacio a la radio y a la televisión, los editores latinoamericanos suelen pensar medios gráficos para una rara especie que ellos se inventaron: el lector que no lee. Es un problema: un lector se define por leer -y un lector que no lee es un ente confuso. Sin embargo nuestros bravos editores no tremulan ante la aparente contradicción: siguen adelante con sus páginas llenas de fotos, recuadros, infografías, dibujitos. Los carcome el miedo a la palabra escrita -y creen que es mejor pelear contra la tele con las armas de la tele, en lugar de usar las únicas armas que un texto no comparte: la escritura. Por eso, en general, les va como les va; por eso, en general, a nosotros también.
Una primera definición: la crónica es eso que nuestros periódicos hacen cada vez menos.
Es un problema grave que en la Argentina se hace agudo. En la Argentina -que supo ser un espacio central para la crónica- no hay espacio para publicar crónicas, salvo un par de honrosas excepciones. Que casi siempre son libros, no periódicos. (De las catorce crónicas de esta antología, cuatro fueron publicadas en revistas extranjeras, tres en revistas ya cerradas, cuatro en revistas pervivientes y tres en Página/12 pero hace tiempo. Ni una sola en los grandes diarios argentinos.)
Me gusta la palabra crónica. Me gusta, para empezar, que en la palabra crónica aceche cronos, el tiempo. Siempre que alguien escribe escribe sobre el tiempo, pero la crónica -muy en particular- es un intento siempre fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive. Su fracaso es una garantía: permite intentarlo una y otra vez -y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez.
La crónica tuvo su momento -y ese momento fue hace mucho. América se hizo por sus crónicas: América se llenó de nombres y de conceptos y de ideas a partir de esas crónicas -de Indias-, de los relatos que sus primeros viajeros más o menos letrados hicieron sobre ella. Aquellas crónicas eran un intento heroico de adaptación de lo que no se sabía a lo que sí: un cronista de Indias -un conquistador- ve una fruta que no había visto nunca y dice que es como las manzanas de Castilla, solo que es ovalada y su piel es peluda y su carne violeta. Nada, por supuesto, que se parezca a una manzana, pero ningún relato de lo desconocido funciona si no parte de lo que ya conoce.
Así escribieron América los primeros: narraciones que partían de lo que esperaban encontrar y chocaban con lo que se encontraban. Lo mismo que nos sucede cada vez que vamos a un lugar, a una historia, a tratar de contarlos. Ese choque, esa extrañeza, sigue siendo la base de una crónica.
La crónica es un género bien sudaca y es -quizá por eso- un anacronismo. La crónica era el modo de contar de una época en que no había otras. Durante muchos siglos el mundo se miró -si se miraba- en las palabras. A finales del siglo XIX, cuando la foto se hizo más pórtatil, empezaron a aparecer esas revistas ilustradas donde las crónicas ocupaban cada vez menos espacio y las fotos más: la tentación de mostrar los lugares que antes escribían. Después vino el cine, apareció la tele. Y muchos supusieron que la escritura era el modo más pobre de contar el mundo: el que ofrece menos sensación de inmediatez, de verosimilitud. La palabra no muestra: construye, evoca, reflexiona, sugiere. Esa es su ventaja.
La crónica es el género de no ficción donde la escritura pesa más. La crónica aprovecha la potencia del texto, la capacidad de hacer aquello que ninguna infografía, ningún cable podrían: armar un clima, crear un personaje, pensar una cuestión.
La crónica es una mezcla, en proporciones tornadizas, de mirada y escritura. Mirar es central para el cronista -mirar en el sentido fuerte. Mirar y ver se han confundido, ya pocos saben cuál es cuál. Pero entre ver y mirar hay una diferencia radical.
Ver, en su primera acepción de la Academia, es "percibir por los ojos los objetos mediante la acción de la luz"; mirar es "dirigir la vista a un objeto". Mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor -y de aprender. Para el cronista mirar con toda la fuerza posible es decisivo. Es decisivo adoptar la actitud del cazador.
Hubo tiempos en que los hombres sabían que solo si mantenían una atención extrema iban a estar prontos en el momento en que saltara la liebre -y que solo si la cazaban comerían esa tarde. Por suerte ya no es necesario ese estado de alerta permanente, pero el cronista sabe que todo lo que se le cruza puede ser materia de su historia y, por lo tanto, tiene que estar atento todo el tiempo, cazador cavernario. Es un placer retomar, de vez en cuando, ciertos atavismos: ponerse primitivo.
Digo: mirar donde parece que no pasara nada, aprender a mirar de nuevo lo que ya conocemos. Buscar, buscar, buscar. Uno de los mayores atractivos de componer una crónica es esa obligación de la mirada extrema.
Para contar las historias que nos enseñaron a no considerar noticia.
Existe la superstición de que no hay nada que ver en aquello que uno ve todo el tiempo. Periodistas y lectores la comparten: la "información" busca lo extraordinario; la crónica, muchas veces, el interés de la cotidianidad. Digo: la maravilla en la banalidad.
El cronista mira, piensa, conecta para encontrar -en lo común- lo que merece ser contado. Y trata de descubrir a su vez en ese hecho lo común: lo que puede sintetizar el mundo. La pequeña historia que puede contar tantas. La gota que es el prisma de otras tantas.
La magia de una buena crónica consiste en conseguir que un lector se interese en una cuestión que, en principio, no le interesa en lo más mínimo.
Porque la crónica, en principio, también sirve para descentrar el foco periodístico. El periodismo de actualidad mira al poder. El que no es rico o famoso o rico y famoso o tetona o futbolista tiene, para salir en los papeles, la única opción de la catástrofe: distintas formas de la muerte. Sin desastre, la mayoría de la población no puede -no debe- ser noticia.
La información -tal como existe- consiste en decirle a muchísima gente qué le pasa a muy poca: la que tiene poder. Decirle, entonces, a muchísima gente que lo que debe importarle es lo que les pasa a esos. La información postula -impone- una idea del mundo: un modelo de mundo en el que importan esos pocos. Una política del mundo.
La crónica se rebela contra eso -cuando intenta mostrar, en sus historias, la vida de todos, de cualquiera: lo que les pasa a los que también podrían ser sus lectores. La crónica es una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir al mundo también puede ser otro. La crónica es política.
La información no soporta la duda. La información afirma. En eso el discurso informativo se hermana con el discurso de los políticos: los dos aseguran todo el tiempom, tienen que asegurar para existir. La crónica -el cronista- se permiten la duda.
La ineludible subjetividad
La crónica, además, es el periodismo que sí dice yo. Que dice existo, estoy, yo no te engaño.
El lenguaje periodístico habitual está anclado en la simulación de esa famosa "objetividad" que algunos, ahora, para ser menos brutos, empiezan a llamar neutralidad. La prosa informativa -despojada, distante, impersonal- es un intento de eliminar cualquier presencia de la prosa, de crear la ilusión de una mirada sin intermediación: una forma de simular que aquí no hay nadie que te cuenta, que "esta es la realidad".
El truco ha sido equiparar objetividad con honestidad y subjetividad con manejo, con trampa. Pero la subjetividad es ineludible, siempre está.
Es casi obvio: todo texto -aunque no lo muestre- está en primera persona. Todo texto, digo, está escrito por alguien, es necesariamente una versión subjetiva de un objeto narrado: un enredo, una conversación, un drama. No por elección, por fatalidad: es imposible que un sujeto dé cuenta de una situación sin que su subjetividad juegue en ese relato, sin que elija qué importa o no contar, sin que decida con qué medios contarlo.
Pero eso no se dice: la prosa informativa se pretende neutral y despersonalizada, para que los lectores sigan creyendo que lo que tienen enfrente es "la pura realidad" -sin intermediaciones. Llevamos siglos creyendo que existen relatos automáticos producidos por esa máquina fantástica que se llama prensa; convencidos de que la que nos cuenta las historias es esa máquina-periódico, una entidad colectiva y verdadera.
Los diarios impusieron esa escritura "transparente" para que no se viera la escritura: para que no se viera su subjetividad y sus subjetividades en esa escritura: para disimular que detrás de la máquina hay decisiones y personas. La máquina necesita convencer a sus lectores de que lo que cuenta es la verdad y no una de las infinitas miradas posibles. Reponer una escritura entre lo relatado y el lector es -en ese contexto- casi una obligación moral: la forma de decir aquí hay, señoras y señores, señoras y señores: sujetos que te cuentan, una mirada y una mente y una mano.
Nos convencieron de que la primera persona es un modo de aminorar lo que se escribe, de quitarle autoridad. Y es lo contrario: frente al truco de la prosa informativa -que pretende que no hay nadie contando, que lo que cuenta es "la verdad"-, la primera persona se hace cargo, dice: esto es lo que yo vi, yo supe, yo pensé -y hay muchas otras posibilidades, por supuesto.
Digo: si hay una justificación teórica -y hasta moral- para el hecho de usar todos los recursos que la narrativa ofrece, sería esa: que con esos recursos se pone en evidencia que no hay máquina, que siempre hay un sujeto que mira y que cuenta.
Por supuesto: la diferencia extrema entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona. La primera persona de una crónica no tiene siquiera que ser gramatical: es, sobre todo, la situación de una mirada. Mirar, en cualquier caso, es decir yo y es todo lo contrario de esos pastiches que empiezan "cuando yo": cuando el cronista empieza a hablar más de sí que del mundo, deja de ser cronista.
Hay otra diferencia fuerte entre la prosa informativa y la prosa crónica: una sintetiza lo que -se supone- sucedió; la otra lo pone en escena. Lo sitúa, lo ambienta, lo piensa, lo narra con detalles: contra la delgadez de la prosa fotocopia, el espesor de un buen relato. No decirle al lector esto es así; mostrarlo. Permitirle al lector que reaccione, no explicarle cómo debería reaccionar. El informador puede decir "la escena era conmovedora", el cronista trata de construir esa escena -y conmover.
Eso necesita, entre otras cosas, más espacio. Y hay pocos medios que lo ofrezcan: más que nada, por ese miedo a los lectores alectores.
Yo lo llamo crónica; algunos lo llaman "nuevo periodismo". Es la forma más reciente de llamarlo, pero se anquilosó. El nuevo periodismo ya está viejo.
Aquello que llamamos "nuevo periodismo" se conformó hace medio siglo, cuando algunos señores -y muy pocas señoras todavía- decidieron usar recursos de otros géneros literarios para contar la no-ficción. Con ese procedimiento armaron una forma de decir, de escribir -que cristalizó en un género.
Ahora casi todos los cronistas escriben como esos tipos de hace cincuenta años. Dejamos de usar el mecanismo, aquella búsqueda, para conformarnos con sus resultados de entonces. Pero lo bueno era el procedimiento, y es lo que vale la pena recobrar: buscar qué más formas podemos saquear aquí, copiar allí, falsificar allá, para seguir armando nuevas maneras de contar el mundo. Ese, creo, es el próximo paso.
(Esto escribí hace meses; esto dije, poco más o menos, en Cartagena de Indias hace unas semanas, cuando me invitaron a un congreso muy empingorotado para contar por qué estoy por la crónica. Y ahora leo las historias de Alarcón, Bilbao, Brienza, Cicco, Gorodischer, Guerriero, Licitra, Plotkin, Reymúndez, Riera, Sánchez, Schmidt, Seselovsky y Sivak: leo travas y jinetes, la Difunta y la asesina de su padre, el político pelado y el skin casi político, esa señora pistolera, menores y mayores en la cárcel, formas de la memoria, una campeona de empanadas, reidores, bastantes extranjeros, una docena larga de miradas. Leo, releo, disfruto, me cabreo, me sorprendo, me alegro y pienso, una vez más, en el próximo paso -que viene a ser el suyo.)
Prólogo de La Argentina crónica. Historias reales de un país al límite (Planeta)
Martín Caparrós
adncultura/La Nación/15-09-07
Un debate sobre oficios terrestres
MESA REDONDA Y UNA PREGUNTA: ¿LOS PERIODISTAS SON ESCRITORES?
Vicente Muleiro, Oscar Taffetani y Sandra Russo, coordinados por Reynaldo Sietecase, aportaron sus puntos de vista sobre la escritura periodística y sus relaciones y límites con la literatura. En otra mesa, Hebe Uhart, Patricia Suárez y Guillermo Martínez hablaron sobre la novela y el cuento de 2003.
La frontera entre la literatura y el periodismo no es una muralla que separa de manera tajante dos oficios que han mantenido múltiples y fluidos contactos, más o menos incestuosos, según cómo se los mire. En la sala Roberto Arlt de la Feria del Libro, la pregunta “¿Los periodistas son escritores?” funcionó como el disparador de una mesa redonda, organizada por la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina (SEA). Vicente Muleiro, Oscar Taffetani y Sandra Russo, coordinados por Reynaldo Sietecase, aportaron sus puntos de vista sobre la escritura periodística y sus relaciones y límites con la literatura. “Los periodistas son narradores, cuentan fragmentos de la vida y se acercan a la literatura cuando aciertan en la forma de contar, cuando utilizan técnicas narrativas que les permiten hacer que sus historias tengan ese nivel de seducción que es imprescindible”, opinó Sietecase. “La escritura no cotiza demasiado en el mercado periodístico. Todos los que vivimos del periodismo en general nos la tenemos que rebuscar editando”, admitió Russo, autora de Arquetipas, Crónicas del naufragio y No sabés lo que me hizo. Muleiro, finalista del Premio Planeta con su novela Cuando vayas a decir que soy tonto, coincidió con este diagnóstico: “El premio a escribir bien es dejar de hacerlo cuando sos promovido a un cargo de edición”. Muleiro dijo que el periodismo es literatura, pero aclaró que no siempre fue así. “No es literatura cuando respeta estrictamente el código de comunicación entre el que escribe y el lector.” Ta-ffetani, en cambio, hizo un racconto histórico del desarrollo de los medios gráficos y señaló que en el siglo XIX no se preguntaban si Sarmiento era un escritor y periodista. “Recién comenzaron a hacerse esa pregunta en el siglo XX, con el surgimiento del nuevo periodismo tanto en Estados Unidos como acá. Pero ahora esa pregunta no tiene sentido. Creo que nos tendríamos que interrogar en qué medida un género como el periodismo, anclado en la realidad y que hace la crónica de nuestro tiempo presente, tolera al autor.”“Lo que cambió sustancialmente es desde dónde llega la gente a los medios gráficos. Antes se llegaba desde la voluntad y el deseo de la escritura; probablemente por eso hubo tantos escritores en la prensa escrita. Ahora ingresan a las redacciones egresados de las escuelas de periodismo o de las universidades, en donde los adiestran e instruyen para escribir sin marcas personales. La escritura se homogeneiza porque los medios tienden a una especie de estilo de agencia de noticias. Ahora construir una firma es una empresa personal”, advirtió Russo. Muleiro aseguró que la pregunta que los convocó sigue teniendo valor en un momento en el que se están aplanando los discursos en el periodismo. “No hay que renunciar a una ética de la escritura hacia arriba y en este sentido la vecindad con la literatura va a favorecer al periodismo”, añadió el editor de la revista cultural Ñ. En Escribir, un ensayo de Raymond Carver, el escritor sostenía que lo que diferenciaba a un gran escritor de un escritor común y corriente era la manera de mirar, el punto de vista. “Esto tiene muchos puntos de contacto con la escritura periodística porque cuando aparece la firma de alguien y un lector lee algo que le rebota en la cabeza o en el cuerpo, después vuelve a buscar esa firma y le pasa lo mismo. Lo que está buscando el lector es esa manera de ver, que alguien ilumine una zona oscura de la vida pública”, explicó Russo. Taffetani, preocupado por la incidencia que el lector tiene sobre el periodismo de autor, le preguntó a Russo cómo se planteaba esta relación a través de sus contratapas en Página/12. “Tanto en la literatura como en el periodismo uno logra algo potente cuando corre riesgos, cuando trata de salir del lugar común y trata de hacerse paso entre los discursos que ya están instalados y busca el pliegue, la grieta, la ranura por donde colarse y decir algo. El tema es decir algo porque uno puede pasarse años en un diario firmando notas sin decir nada. Sorprendentemente, las vecesque publico algo con un poquito de temor porque me parece que pasé un borde, ahí es donde obtengo respuestas de los lectores.” En una de sus intervenciones, Sietecase quiso saber acerca de los límites en el periodismo narrativo, que toma elementos de la literatura, emparentada con la invención. “Cuando en la nota se maneja información no se puede intervenir y no hay negociación posible”, sostuvo Russo. “Uno sabe a qué atenerse cuando entra a un medio, lo conoce y sabe hasta dónde puede llegar”, precisó Muleiro. “Hay otro límite que está dado por el código de comunicación con los lectores, que es un código en donde yo puedo arriesgarme en la escritura, pero también sé que estoy en un medio de comunicación masivo y que no puedo mandarme un derrape que deje afuera a las tres cuartas partes de los lectores porque corren riesgo la comunicación y mi trabajo.”
Por Silvina Friera
Vicente Muleiro, Oscar Taffetani y Sandra Russo, coordinados por Reynaldo Sietecase, aportaron sus puntos de vista sobre la escritura periodística y sus relaciones y límites con la literatura. En otra mesa, Hebe Uhart, Patricia Suárez y Guillermo Martínez hablaron sobre la novela y el cuento de 2003.
La frontera entre la literatura y el periodismo no es una muralla que separa de manera tajante dos oficios que han mantenido múltiples y fluidos contactos, más o menos incestuosos, según cómo se los mire. En la sala Roberto Arlt de la Feria del Libro, la pregunta “¿Los periodistas son escritores?” funcionó como el disparador de una mesa redonda, organizada por la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina (SEA). Vicente Muleiro, Oscar Taffetani y Sandra Russo, coordinados por Reynaldo Sietecase, aportaron sus puntos de vista sobre la escritura periodística y sus relaciones y límites con la literatura. “Los periodistas son narradores, cuentan fragmentos de la vida y se acercan a la literatura cuando aciertan en la forma de contar, cuando utilizan técnicas narrativas que les permiten hacer que sus historias tengan ese nivel de seducción que es imprescindible”, opinó Sietecase. “La escritura no cotiza demasiado en el mercado periodístico. Todos los que vivimos del periodismo en general nos la tenemos que rebuscar editando”, admitió Russo, autora de Arquetipas, Crónicas del naufragio y No sabés lo que me hizo. Muleiro, finalista del Premio Planeta con su novela Cuando vayas a decir que soy tonto, coincidió con este diagnóstico: “El premio a escribir bien es dejar de hacerlo cuando sos promovido a un cargo de edición”. Muleiro dijo que el periodismo es literatura, pero aclaró que no siempre fue así. “No es literatura cuando respeta estrictamente el código de comunicación entre el que escribe y el lector.” Ta-ffetani, en cambio, hizo un racconto histórico del desarrollo de los medios gráficos y señaló que en el siglo XIX no se preguntaban si Sarmiento era un escritor y periodista. “Recién comenzaron a hacerse esa pregunta en el siglo XX, con el surgimiento del nuevo periodismo tanto en Estados Unidos como acá. Pero ahora esa pregunta no tiene sentido. Creo que nos tendríamos que interrogar en qué medida un género como el periodismo, anclado en la realidad y que hace la crónica de nuestro tiempo presente, tolera al autor.”“Lo que cambió sustancialmente es desde dónde llega la gente a los medios gráficos. Antes se llegaba desde la voluntad y el deseo de la escritura; probablemente por eso hubo tantos escritores en la prensa escrita. Ahora ingresan a las redacciones egresados de las escuelas de periodismo o de las universidades, en donde los adiestran e instruyen para escribir sin marcas personales. La escritura se homogeneiza porque los medios tienden a una especie de estilo de agencia de noticias. Ahora construir una firma es una empresa personal”, advirtió Russo. Muleiro aseguró que la pregunta que los convocó sigue teniendo valor en un momento en el que se están aplanando los discursos en el periodismo. “No hay que renunciar a una ética de la escritura hacia arriba y en este sentido la vecindad con la literatura va a favorecer al periodismo”, añadió el editor de la revista cultural Ñ. En Escribir, un ensayo de Raymond Carver, el escritor sostenía que lo que diferenciaba a un gran escritor de un escritor común y corriente era la manera de mirar, el punto de vista. “Esto tiene muchos puntos de contacto con la escritura periodística porque cuando aparece la firma de alguien y un lector lee algo que le rebota en la cabeza o en el cuerpo, después vuelve a buscar esa firma y le pasa lo mismo. Lo que está buscando el lector es esa manera de ver, que alguien ilumine una zona oscura de la vida pública”, explicó Russo. Taffetani, preocupado por la incidencia que el lector tiene sobre el periodismo de autor, le preguntó a Russo cómo se planteaba esta relación a través de sus contratapas en Página/12. “Tanto en la literatura como en el periodismo uno logra algo potente cuando corre riesgos, cuando trata de salir del lugar común y trata de hacerse paso entre los discursos que ya están instalados y busca el pliegue, la grieta, la ranura por donde colarse y decir algo. El tema es decir algo porque uno puede pasarse años en un diario firmando notas sin decir nada. Sorprendentemente, las vecesque publico algo con un poquito de temor porque me parece que pasé un borde, ahí es donde obtengo respuestas de los lectores.” En una de sus intervenciones, Sietecase quiso saber acerca de los límites en el periodismo narrativo, que toma elementos de la literatura, emparentada con la invención. “Cuando en la nota se maneja información no se puede intervenir y no hay negociación posible”, sostuvo Russo. “Uno sabe a qué atenerse cuando entra a un medio, lo conoce y sabe hasta dónde puede llegar”, precisó Muleiro. “Hay otro límite que está dado por el código de comunicación con los lectores, que es un código en donde yo puedo arriesgarme en la escritura, pero también sé que estoy en un medio de comunicación masivo y que no puedo mandarme un derrape que deje afuera a las tres cuartas partes de los lectores porque corren riesgo la comunicación y mi trabajo.”
Por Silvina Friera
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